LO FEMENINO, LO MASCULINO
HOMBRES Y MUJERES
Hablamos de lo femenino y lo masculino y ni siquiera sabemos lo que es. Empezaré por la base, nada espiritual ni canalizado, pero real e imprescindible.
Cuando encarnamos como seres humanos elegimos el cuerpo que vamos a ser en esta vida en concreto. Elegimos el sexo biológico, niño o niña, y por lo tanto, hombre o mujer. Por más que los medios de comunicación se empeñen en hablar de género, no debemos utilizar la palabra género para evitar decir sexo, pues no se refieren a la misma realidad. Sexo es nuestra condición orgánica (masculina o femenina, macho o hembra) y género hace alusión al grupo al que pertenecemos los seres humanos de cada sexo desde un punto de vista sociocultural y no solo biológico (género masculino y género femenino). Si a nivel biológico hablamos de sexos, a nivel de preferencias o inclinaciones hablamos de heterosexualidad (nos atrae el que es del sexo contrario) y de homosexualidad (nos atrae quien es de nuestro mismo sexo). Y más allá de la tendencia o atracción, está la “erótica”, la práctica o el “ars amandi”. Estas tres realidades se mezclan en nosotros y en la vida diaria de cada uno de nosotros, y centrados en el cuerpo, en las sensaciones y las ideas o normas, olvidamos que cada lleva dentro el divino femenino y el divino masculino.
A pesar de ser tan distintos por fuera y tan diferentes en nuestra vida cotidiana, todos llevamos dentro la semilla de la unidad, y cada acto nos conduce irremediablemente a un aumento de consciencia. Cada gesto, cada paso que damos como mujeres o como hombres, como homosexuales o como heterosexuales, nos hace más conscientes de nuestra unidad. Cada cosa que nos distancia en el fondo nos acerca, pues todos somos luz encarnada, todos somos sensibles y buscamos el amor, y todos, todos, somos iguales en nuestra esencia. ¿Para qué, entonces, encarnar tan diferentes y por qué buscamos en otro lo que se supone que ya tenemos? Simplemente, porque no lo vemos. Ni la mujer es la única que puede llorar ni el hombre es el único que sabe cazar. Como especie, las diferencias entre machos y hembras aumentaron cuando hubo que emplear más fuerza física. Las funciones del clan se dividieron repartiéndose la caza, el combate, la protección y, equivocadamente, el control sobre la procreación para el hombre, y el cuidado del hogar, los animales y el huerto, así como la atención a la prole, enfermos o ancianos, a la mujer. Esta división nos distanció generando falsos enemigos, haciéndonos creer que las mujeres no podían inmiscuirse en las cosas de los varones y al contrario. Por eso, aún hoy seguimos viendo en el otro a un contrincante que realiza algunos de los roles que nos gustaría vivir a nosotros pero que la sociedad dificulta y, a veces, impide. Esa diferencia hace que la sociedad haya creado una imagen de la mujer como un ser dependiente (realmente lo era, pues el hombre cazaba y solo entregaba la carne a las hembras predispuestas sexualmente) y al hombre como el proveedor de estabilidad, alimentos y bienes, que es como muchos hombres se ven todavía en la actualidad. Siglos después, con las guerras, muchas mujeres comenzaron a ocupar los puestos vacíos de los hombres cumpliendo la tarea igual, y a veces mejor. Ahí comienza el reconocimiento del poder de la mujer, cuando sale a trabajar a las fábricas, y poco después aumenta con la independencia de las mujeres para ser madres: ya no necesitamos al varón, lo cual ha hecho que muchos de ellos estén más perdidos que el barco del arroz, o, como decía mi profesor de Sexología, “en obras”.
La lucha entre los sexos va a terminar, pero no puede hacerlo si cada uno de nosotros no se reconoce como un ser completo pero sexuado en femenino o en masculino. Un cuerpo perfecto para la vida presente. Un alma viajera que ya estuvo en otros cuerpos y que ya hizo lo que ahora le hacen otros, pero que encarna en este vehículo para su misión de vida. Y que como especie humana, va a tener que ser un hombre o una mujer, sí o sí, pues todos los somos al 100%, salvo una mínima parte de los seres humanos que pertenece a lo que se conoce como “estados intersexuales” (aproximadamente el 1% de la población).
A nuestra evolución como especie se unen los usos sociales que han generado una imagen ideal pero errónea de lo que es un hombre y de lo que es una mujer. La mujer debe ser, entre otras muchas cosas: atractiva (porque el hombre es visual), callada o discreta, hacendosa, buena cocinera, madre (o no “sirve” para ser madre) y buena amante si no quiere perder a su hombre. Pero aún está extendido el pensamiento de que si la mujer es demasiado lista eclipsa al varón (nunca supe que había un concurso), si gana más que él le hace de menos (?) y si le gusta el sexo es considerada una “lanzada” o una “fresca” (significa de moral relajada, liviana, o en lenguaje vulgar, puta).
Por otra parte, el hombre lleva en su ADN, como tatuadas, varias órdenes y roles: proteger (especialmente a la delicada dama lánguida que vive en su torreón), conquistar (todo lo que pueda), batallar (¿seguimos en la época de las cruzadas?), cazar a la hembra (¿cómo puede un ser humano ser visto como una presa a la que derribar y vencer?), mantener a la prole (aunque sea porque lo dicta un juez) y desde luego, no expresar sus sentimientos o serán tachados de débiles, blandos o, en lenguaje coloquial “mariquitas” (afeminados).
El grupo tacha al hombre que llora de débil o marica y a la mujer independiente de ramera o de loca, así que ¿cómo no vamos a tener dificultades en nuestras relaciones con los demás? ¿Dónde quedó nuestra luz, nuestra esencia? Claro que nuestra biología es distinta, muy distinta, y nuestra psique también. Pensamos de modos diferentes y sentimos de modos diferentes, pero ¿cómo podemos estar más cerca sin dejar de ser quiénes somos? Diciéndonos la verdad, sobre todo a uno/a mismo/a.
La verdad es que cuando una mujer se percibe observada como un mero objeto de deseo, no se siente bien. La verdad es que el hombre está cansado de callar lo que siente y desea gritarlo, aún a riesgo de equivocarse. La verdad es que si nos miramos a los ojos somos mucho más parecidos de lo que la literatura del siglo XII nos contó, pero seguimos creyendo en cuentos de príncipes azules y princesas pálidas que esperan que un caballero en un corcel blanco las rescate de una familia controladora, un trabajo esclavizante o un matrimonio roto. Recaen sobre ambos sexos cargas antiguas que hemos de romper ya para no hacernos más daño. Digámonos la verdad para que la luz de ambas fuerzas brille en nosotros.
Digamos: querido hombre, tienes mi respeto. Adoro tu tenacidad, aunque yo también la tengo. Me gusta que me ayudes, pero puedo vivir sin ti. Cuando estés cansado puedes parar y descansar, solo o a mi lado. Pero recuéstate y recupera el resuello. Querido hombre, cuando tú me respetas como persona te haces más atractivo a mis ojos, y cuando no me sometes, camino libremente hacia tus brazos. Si me fuerzas te odiaré, ¿no sabes que se conquista más con el respeto que con la burla o el juego? ¿Olvidas que tu luz es lo que atrae a la mía?
Digamos: querida mujer, cuando te miro presupongo que me necesitas y olvido que eres fuerte, como yo. Que puedes pedir lo que deseas y darte lo que requieres, y que cuanto más libre eres tú más valor tiene mi conquista o mi amistad. Olvidé que eres grande, capaz, y que es tu corazón el que te da el coraje para ser tú, para no depender de otros ni de otro. Querida mujer, compártete conmigo en libertad porque conquistar un alma libre demuestra mi valía y mi coraje, pero tener una mujer por la fuerza solo evidencia mi propia pobreza. Déjame que te conquiste con mis verdades, con mi sinceridad para que tú puedas también darme la tuya.
Y así, unidos por la verdad, la guerra de los sexos se dará por terminada. Comprendiendo al otro, encarnado ahora en un cuerpo del sexo opuesto, con otras necesidades, deseos y miedos, pero ahora más cerca de ti. ¡Es entonces cuando podemos ver su luz, libre ya de la presión del cuerpo y del sexo biológico! Fuera del vehículo sagrado somos iguales, y ahí nos habitan el divino femenino y el divino masculino.
EL DIVINO FEMENINO, EL DIVINO MASCULINO
La energía de la que todos procedemos es el amor puro y esa energía comprende todas las cualidades y rasgos que podríamos dividir en femeninos y masculinos. Te propongo que pienses como alma, como energía, y verás que la línea entre varón y hembra, entre azul y rosa, se queda en la Tierra y deja de pesar. Integra en ti todas las energías benévolas de Dios, el Creador de todo (perdona que no haga el matiz de “dios/diosa” en cada frase, es un rollo innecesario. La palabra amor es masculina y no se ha muerto nadie por utilizarla, al contrario, bien que nos gusta).
Te sugiero leer esta lista sintiéndola en tu corazón: Valentía, coraje, virtud, respeto, delicadeza, sensibilidad, apoyo, justicia, dulzura, integridad, honor, fuerza, verdad, unión, libertad, autocontrol, sensibilidad, generosidad, empatía, comprensión, evolución, poder, bondad, honradez, expresividad, pasión, diversión, intuición, escucha, sinceridad, flexibilidad, aceptación, lealtad, discreción, ofrecimiento, pureza… amor. Siente estas palabras una a una, pues forman parte de nuestra energía primigenia. ¿Podrías separarlas en masculinas o femeninas? Estás hecho de amor y el amor contiene ambas energías. La semillas de las cualidades que aún no has expresado por ser hombre o mujer ya están en ti en forma secreta y a la espera de ser expresadas. Hazlo para vivir de un modo más completo. Hazlo para que, desde tu cuerpo sexuado en femenino o en masculino, puedas ser lo que eres, el divino femenino y el divino masculino unidos llenando de amor un cuerpo físico, fuerte y delicado al mismo tiempo. Entonces tu cuerpo será generador de luz y totalmente irresistible, en cuerpo y alma, a cualquier mujer y a cualquier hombre.